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Hoy más que nunca, la gente busca constantemente todo lo nuevo. Cualquier cosa nueva que salga quieren probarla, y aún adelantándose si es posible, como muchos “intrépidos” que antes de que una película se estrene en los cines, ya han conseguido descargarla por Internet.

Probar nuevas cosas, experimentar nuevas sensaciones, cambiar…  Esta avidez por lo novedoso, ese cansarnos enseguida de lo mismo, y esa constante búsqueda de cambios, es parte de nuestra forma de ser hoy en día.

Y no es nada malo en sí mismo, pero, como veremos, tiene sus riesgos.

El mundo comercial ha sabido aprovecharse bien de esta tendencia humana de buscar siempre cosas nuevas o diferentes, y se ha servido de ella para fomentar el consumismo exagerado de artículos totalmente innecesarios.

Es así como se mueve la sociedad de consumo y la economía de los países desarrollados: producir, cambiar de producto y consumir constantemente.

La industria de la comunicación con todo su despliegue de propaganda, han desatado una imparable y arrolladora oferta de nuevos artículos, nuevas diversiones, nuevos deportes, nuevas necesidades, nueva tecnología…

Hoy tenemos hasta “nuevos modelos” de matrimonio y de familia. Y a cada poco, nuevos estilos y modas en el vestir, en el arte, en la música, y en todos los ámbitos de la vida de la gente.

Constantemente algo nuevo. Hay que generar novedades, porque la gente, acostumbrada ya a cansarse rápidamente de lo mismo, siempre responde fácilmente a esa llamada de lo nuevo, como peces que muerden el anzuelo.

La sociedad de consumo consigue excitar y acrecentar en la gente, esa tendencia casi obsesiva por lo nuevo, y por “cambiar”, cuando todavía ni hemos saboreado suficientemente lo que ya teníamos.

¡Han abierto un nuevo restaurante…!, hay que ir allá.  ¡El último disco de Shakira!, hay que adquirirlo; la última novela de la trilogía Milenium, etc. La gente cambia su vehículo en perfecto estado por otro que es más moderno. Los jóvenes cambian de móvil cada poco, del 3G se salta al 4G, se cambia de novia y de novio varias veces al año… 

Y en lo espiritual, algunos reproducen este mismo patrón: hace unos años, mucha gente, ante la rutina y el desengaño de la tradicional religión católica de nuestro país, intentó buscar en las religiones orientales una salida a sus anhelos espirituales y personales. Cierto, las corrientes orientales tuvieron su momento de novedad, pero luego ese boom también fue desvaneciéndose.

¿Tiene algún sentido esa tendencia de estar siempre buscando cosas nuevas?

Y por otro lado, si lo pensamos bien: ¿hay en realidad tantas cosas verdaderamente nuevas?

Me viene a la mente lo que ya miles de años atrás, el sabio Salomón escribía en el libro de Eclesiastés:

“Nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír.¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido”

Hablemos de la Iglesia

Mucha gente insiste en que la iglesia, la cristiandad, debiera también cambiar, y adaptarse a los nuevos tiempos… Algunos nos miran como si no encajáramos en los tiempos que hoy corren. Pues bien, eso requiere alguna matización: Si por adaptarse se entiende renunciar a los principios que Jesús nos enseñó, o rebajarlos, o adulterarlos, entonces les diré que eso es imposible para la iglesia de Cristo.

Cierto que la iglesia cristiana debe adaptar su estilo, sus modos, sus enfoques y sus áreas de trabajo, en función de las necesidades y los cambios sociales. Pero no puede pedirse a los cristianos que prediquen, que enseñen, o que vivan otra cosa que lo que Jesús enseñó.

Si lo hicieran, dejarían de ser cristianos.

Es por eso que todo cristiano consecuente con las enseñanzas de Jesús y de la Biblia, no podrá nunca aceptar ciertas ideas “nuevas” que, aunque gocen de creciente popularidad, van diametralmente en contra de la enseñanza de Cristo. Ni tampoco podrá estar de acuerdo en ciertas cosas “nuevas” que nuestros gobiernos han promocionado y “legalizado”. Cosas y situaciones que, podrán ser legales ante los tribunales humanos, pero ante Dios, son pecado (no tiene otro nombre, por mucho que para nuestra sociedad, la palabra “pecado” suene a pasada de moda).

Si hablamos de la fe cristiana, yo siento decepcionar a quienes buscan siempre cosas nuevas, pero les diré que, si somos realistas, en el mensaje cristiano, en los principios y en la doctrina, no hay muchas cosas nuevas, más bien muy pocas.

El evangelio sigue siendo el mismo de hace 2000 años.

Sin embargo, la iglesia cristiana sí que ha experimentado grandes transformaciones en su estilo, en su dinámica y en sus celebraciones. Y podemos verlo, por ejemplo, en nuestras iglesias evangélicas, bastante diferentes a las de hace un siglo. Iglesias, que están llegando como nunca al corazón hambriento de la gente, y actualmente están creciendo en la mayoría de países.

Sí, determinados cambios pueden tener lugar en nuestras iglesias, sin rebajar ni renunciar a las enseñanzas de Jesús, sin transigir en los principios eternos de Dios. Pero cuando las iglesias intentar entretener y complacer a esta sociedad que pide constantemente cosas nuevas, caen en su propia ruina espiritual y dejan de ser la Iglesia de Cristo. Si alguna iglesia entra en este juego, se desliza a un terreno muy peligroso.

Porque el cristianismo, ni necesita cambios, ni puede ser cambiado. En sí, los mensajes que se predican en la iglesia, las enseñanzas cristianas, los pilares de nuestra fe y de nuestro diario vivir como cristianos, son unas pocas cosas. Lo que necesitamos no es tanto conocer nuevas cosas, sino vivir, y experimentar las que ya conocemos, eso sí, con la ayuda de Dios.

Eso es lo que necesitamos, llevar a la vida real las enseñanzas que ya conocemos. Y eso es lo realmente difícil.

La iglesia, la predicación cristiana, no está llamada a imitar ese constante bombardeo de novedades al que el mundo comercial nos tiene acostumbrados.

No, la iglesia y la predicación cristiana están llamadas a predicar y recordar las mismas cosas que Jesús nos enseñó, las mismas. Así era como ocurría ya en los tiempos apostólicos.

Fijémonos lo que escribe el apóstol Pablo a los filipenses: “Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor. A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro”.

Y otro tanto el apóstol Pedro en su 2ª carta: “Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis». Y añade más adelante: “También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas”.

Las “mismas” cosas, las mismas enseñanzas, no olvidarlas, vivirlas… Es para eso que el apóstol Pedro les recordaba “las mismas cosas”. En lugar de cosas nuevas, necesitamos recordar las que ya sabemos, y practicarlas.

También el apóstol Juan escribe así en su carta a las iglesias: “Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre.Y esta es la promesa que él nos hizo, la vida eterna”.

Bien, pues para ilustrar mejor el problema que vengo presentando, quiero referirme a un suceso que la Biblia narra en el libro de los hechos de los apóstoles, y que parece una fotocopia calcada de este fenómeno social de nuestros días, del que venimos hablando.

El apóstol Pablo se encuentra en Atenas, y allí fue requerido por los atenienses, para que explicase lo que a ellos les parecían “doctrinas nuevas” que Pablo anunciaba. Entonces tiene lugar una situación que nos muestra cómo la naturaleza del hombre no ha cambiado mucho desde entonces…

Sí, los atenienses estaban también muy entusiasmados en buscar nuevas cosas, especialmente en el terreno de las ideas. Ya en aquellos tiempos, el hombre mostraba esa misma tendencia por la búsqueda cambiante de cosas nuevas.

Bien, veamos ese pasaje en Hechos 17. En él se nos presenta una radiografía de la sociedad griega de primer siglo de la era cristiana, pero a la vez, como en un espejo, parece como que nosotros mismos estuviésemos reflejados:

“Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él; y unos decían: ¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: Parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección.Y tomándole, le trajeron al Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas?Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo.)”

Como puede verse, aquellos atenienses no eran muy diferentes de los hombres de nuestros días, iban detrás de cualquier cosa nueva… Y es curioso, la receta que el apóstol Pablo tuvo para aquella sociedad de entonces, sigue perfectamente vigente para nuestros tiempos modernos.

Pablo fue puesto en un aprieto, pero en aquel difícil compromiso ante tan numeroso público, en el areópago de Atenas, llama la atención la ingeniosa y acertada respuesta que Pablo dio a los atenienses.

Aquella respuesta del apóstol Pablo, constituye sin duda uno de los textos bíblicos que mejor resume el mensaje de Dios para el hombre, y en ella podemos encontrar las claves del plan de Dios para con el hombre, y las decisiones y pasos que el hombre debe dar para vivir y disfrutar victorioso ese plan de Dios.

Bien, leamos cómo continúa el relato:

“Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos;porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio.El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas,ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas.Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación;para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros.Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos.Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres.Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan;por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia”

Si nos fijamos un poco, la realidad de aquella sociedad ateniense, tiene muchos parecidos con la de nuestros días. Ellos levantaban altares a toda clase de divinidades para rendirles culto, y sin embargo no habían llegado a conocer a Dios.

De igual forma, en nuestro medio, en una forma de idolatría politeísta, se levantan templos, santuarios, ermitas, monumentos y altares a todo tipo de santos, vírgenes y patrones… Se les dedican fiestas populares, se les pasea engalanados en carísimas carrozas y en pasos de procesión, y hasta tienen lugar verdaderas batallas populares por la posesión de la imagen del “patrón” o la “patrona”.

Todos estos comportamientos, más o menos revestidos de folklore y convertidos en tradiciones intocables, nos son en el fondo otra cosa que auténtica idolatría, como la de aquellos atenienses que levantaban altares a toda clase de divinidades.

La nuestra es una idolatría más refinada y más occidentalizada, pero en esencia es la misma idolatría que puede observarse en tribus ancestrales, que adoran y rinden tributos a sus tótems y a sus ídolos de madera o piedra. Nuestra sociedad es como aquella de Atenas: muchos altares y mucho espíritu religioso (en algunos), pero poco conocimiento de Dios.

Así que Pablo comienza a darles algunas pistas acerca de ese Dios al cual desconocen. Si seguimos la argumentación de Pablo, este les explica que Dios ha creado todo cuanto existe, que Dios es el Señor y dueño del universo. Que no podemos ser tan ingenuos de pretender encerrar su grandeza y su majestad en nuestros reducidos esquemas religiosos, en nuestros templos de piedra o ladrillo, donde le dedicamos nuestra “liturgia cristiana”, así como quien le hace un favor a Dios para tenerle contento. 

Dios no necesita ni nuestros templos, ni nuestra liturgia, ni nuestros favores. Es al revés, nosotros le necesitamos a Él, pues Él es “quien da a todos vida y aliento y todas las cosas”.

Dios desea habitar, no en templos de piedra, sino en el corazón de sus hijos, a quienes ha constituido linaje suyo.

El creó la raza humana, y nos puso límites en el tiempo y en el espacio, y todo ello con una clara intención, que busquemos a Dios, que vivamos una relación con nuestro creador, un Dios que no se esconde, que está bien accesible, que no está lejos de nosotros. Los verdaderos hijos de Dios “vivimos y nos movemos en Él”.

A lo largo de los siglos, la cristiandad ha cedido a esa debilidad idólatra y supersticiosa que anida en la raza humana, y ha cometido graves errores confundiendo el culto a Dios con una religiosidad y una piedad, centrada en todo tipo de estatuas e imágenes de oro, plata, piedra o cualquier otro material. Y hemos reducido la grandeza de Dios a pequeños idolos. Todavía hay mucha gente que besa, al acostarse, una estampita, o un escapulario, o un crucifijo, como si, por hacerlo, algo mágico fuera a protegernos.

Sin embargo, se olvida lo más importante, conocer al Dios que nos dio la vida, conocer su plan, sus instrucciones y, sobre todo, obedecerle. Porque finalmente esto es lo único que Dios busca de nosotros: que le conozcamos, que le amemos y que le obedezcamos. Toda la Biblia podría resumirse en esto.

La historia de la cristiandad muestra cómo, mientras Dios intenta hablarnos, el hombre levanta una complicada estructura religiosa, miles de templos, y millones de imágenes a las que rendir culto.

Desde luego este no es el plan que Dios tiene para el ser humano. Sin embargo, Dios sabe ser comprensivo, y tiene mucha misericordia y paciencia con nosotros, y está dispuesto a pasar por alto las aberraciones que la humanidad, “en su ignorancia”, viene practicando.

Ahora bien, una vez que Dios ha pasado por alto nuestra ignorancia y nos ha revelado su verdadero plan, desde ese mismo momento, cada uno quedamos confrontados a la toma de una decisión: obedecer a Dios, o no hacerlo. Ya no podemos apelar a la ignorancia, ya no podemos decir “es que no sabía…”, porque Dios ya nos ha manifestado abiertamente su amor y su plan redentor.

Ahora podemos conocer con claridad el plan de Dios. Y Él nos manda una cosa: tenemos que arrepentirnos. Arrepentirnos de haber vivido sin Dios, de haberle dado la espalda, o de habernos conformado con esa clase de religiosidad cristiana, que nos permite vivir vidas con una buena apariencia de cristianos, pero sin ningún tipo de compromiso con Dios.

Y en este caso, Dios no nos está haciendo una petición, ni un ruego. Es un mandato, y con carácter universal: Dios “manda” a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan, y advierte que habrá un día de Juicio, en el que todos, absolutamente todos, compareceremos responsablemente, y no podremos decir, “es que yo no sabía…”

Porque los tiempos de nuestra ignorancia ya pasaron, y ahora nos toca obedecer. No podemos mirar para otra parte. El plan de Dios es que todo hombre se arrepienta, que busque a Dios, y que viva para Dios.

Dios se muestra dispuesto a perdonar nuestras transgresiones, las que hemos hecho conscientemente, y las que hicimos por ignorancia, pero demanda una sola cosa de nosotros, un arrepentimiento sincero, genuino.

Este suceso, narrado en el capítulo 17 del libro de los Hechos de los Apóstoles, deja muy claro cuál es el plan que Dios ofrece, cuáles son sus condiciones, y cuáles los pasos que el hombre debe dar para recobrar su posición como linaje santo de Dios.

Y estamos completamente seguros que, si esta fue la receta del apóstol Pablo para aquella sociedad griega, tan inquieta por buscar cosas nuevas, servirá igualmente esta receta, para una sociedad como la nuestra, con iguales características que aquella.

Busquemos de corazón a Dios, leamos su Palabra, La Biblia, y dejemos que Dios nos dé un nuevo corazón.

Foto de portada por GoaShape en Unsplash